LA RECETA CATALANA DEL FRICANDó DE TERNERA QUE SE APODERó DE MI ABUELA

—¿Cómo lo haces, abuela?

—¿Pues cómo lo voy a hacer? ¡Como siempre!

—¿Y cómo es, “como siempre”?

—Ay, hija, y yo qué sé. Si cada vez lo hago distinto.

Desde que empecé a estudiar en la escuela de hostelería y me zambullí de lleno en el oficio de cocinera, una de mis obsesiones fue aprender a cocinar el fricandó como lo hacía mi abuela.

El fricandó es una receta típica de la cocina catalana que se basa en enharinar y freír bistecs finos de ternera para después, en esa misma cazuela y sobre esa misma grasa con restos de harina tostada y jugos de carne, hacer un sofrito muy caramelizado de cebolla cortada muy finita, regado con un vasito de vino rancio o de coñac destinado a evaporarse. El añadido de uno o dos tomates maduros rallados es opcional, y se decide al calor del momento, según la cebolla pida ese día un poco de humedad extra para seguir caramelizándose sin quemarse, o no. A ese emplaste marrón se le agrega un puñado de senderuelas deshidratadas, que habrán pasado una horita a remojo en agua tibia. Ese conjunto, bien removido, acogerá, finalmente, la carne y el agua de remojo de las setas, ahora transmutada en caldo con aroma de robles y encinas, para hacer chup-chup en la cazuela, al fuego o en el horno, el tiempo que tarde la carne en estar tierna y el jugo en quedar ligado por la harina. Eso es un fricandó. Poco más y poco menos.

Pero ese fricandó que acabo de explicar no existe; es real sólo en la esfera intelectual, en el mundo de las ideas. Nunca nadie lo ha cocinado tal y como está escrito. Nunca nadie se lo ha llevado a la boca. Nadie puede saber a qué sabe. Lo único que hemos probado, en todo caso, son las plasmaciones concretas de esa idea de fricandó que, aun siendo reflejo de una misma fórmula escrita, son todas diferentes. En cada portal, en manos de cada cocinera, de acuerdo con cada estado de ánimo, según el resultado de cada visita al mercado, toman un brillo y unos matices distintos.

Cada vez que mi abuela se ponía a cocinar fricandó lo hacía con un corte de carne de ternera diferente, basándose en lo que hubiera de oferta o de buen ver en el mostrador de la carnicería ese día. A veces le echaba al sofrito un poquito de ajo picado, a última hora, porque le apetecía o por ninguna razón aparente. Si no había vino rancio, podía echarle un culín de vermut o un chorro de vino dulce de postre. A veces no le echaba vino de ningún tipo porque se le iba de la cabeza y se le olvidaba. Cuando su fricandó se convertía en una ópera de rock sinfónico legendaria, era cuando lo hacía en la cazuela de barro en la que acababa de preparar confitura de naranja amarga, sin haberla lavado. Ese fricandó era una lanza al corazón. Y nunca, nunca, la vi cocinarlo siguiendo instrucciones escritas.

Es probable que, en algún momento, años atrás, sí pidiese consejo a sus amigas y tomase apuntes o usase notas ajenas como punto de partida. Estas amigas podían ser corpóreas —vecinas, parientas, amigas—, o voces etéreas que emanaban de los renglones de tinta de los recetarios que acompañaron a las mujeres de su generación en el tránsito del hogar maternal al familiar. Ahí estuvieron Simone Ortega con su 1.080 recetas de cocina, o Victoria Serra, con su Sabores.

Estas mujeres desbancaron a las publicaciones de la Sección Femenina de la Falange en los hogares y, en vez de ser altavoces del régimen, como habían sido hasta entonces la gran mayoría de los recetarios domésticos, por primera vez, su voz de autoridad culinaria era la de otra mujer casada que compartía recetas después de haberlas ejecutado en su propia casa. Con esa voz, la lectora podía sentirse en sintonía: con las autoras de esos libros, nuestras abuelas establecían una relación de intimidad. Se trataba de una conversación entre iguales.

Esas recetas servían de punto de partida sólido, pero en algún momento, la lectora abandonaba la actividad de repetir al pie de la letra, entendía el fondo y los mecanismos de la cuestión, los incorporaba, y el libro abandonaba la repisa o el primer cajón de la cocina y pasaba a la estantería del salón. El virus del fricandó —ahora vuelvo a mi abuela— había transformado su cuerpo y su mente, la receta ya no estaba fuera, sino dentro de ella, dispuesta a manifestarse en libertad a través de la personalidad de la anfitriona que la hospedaba, de los productos que ella consiguiese ese día, de los gustos y preferencias de sus comensales, y del tiempo que ella tuviera disponible.

Una receta, como un virus, es un ente al límite de lo que puede considerarse un ser vivo; un amasijo de piezas sueltas de material genético que necesitan un huésped al que incorporarse para sobrevivir y contagiar, para expandirse.

Ahora mismo tecleo en Google la palabra “fricandó” y consigo 242.000 resultados en 0,27 segundos. Cada año, en este país se publican decenas de nuevos recetarios. Me pregunto si tantísimas recetas son necesarias, y si a alguna de ellas le estamos dando tiempo suficiente para infectarnos, enfermarnos, transformarnos y volverse útil a nuestras circunstancias concretas: herramienta de libertad, no directrices que acatar.

Una buena receta no sólo da un buen plato. Si se lo permitimos, si le damos tiempo a que cale y se asiente, transformará nuestra forma de cocinar y de ver el mundo por completo, nos hará crecer como cocineros, y entonces sus posibles ramificaciones y variantes las crearemos nosotros. Una buena receta te hace más capaz de decir “basta” a seguir obedeciendo instrucciones ajenas.

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